En Internet también se puede opinar, es nuestro derecho
¿La libertad de expresión está en juego? siempre. ¿Te pueden condenar por un tuit? sí. ¿Eso significa que no existe la democracia ni el estado de derecho? no. ¿Se pueden establecer debates jurídico-penales profundos, sosegados e interesantes en una red social? Pasapalabra. En todo caso, existe en el mundo de las redes sociales una aparente sensación de vulnerabilidad. Se habla de tiempos de censura que obligan por consiguiente a la triste auto-censura. En los últimos meses se ha podido leer en diferentes medios sobre iniciativas públicas para acabar con el anonimato en la red, de la falta de control de Facebook y Twitter respecto a las fake news y otros contenidos difamatorios o que incitan al odio.
Ya habrás leído en Magazing, todo lo que tiene que ver con lo digital y con lo que comenzó Mark Zuckerberg a modo de broma (imprescindible ver La red social) se ha convertido en un idioma. No ya un modo de comunicarnos, si no un idioma propio con sus normas, jerga y modus operandi. Y en ocasiones parece coexistir de manera separada a las normas de convivencia de cada país, es decir, a sus leyes. Sin entrar en la lista de pros y contras que este mundo nos proporciona, deberíamos reflexionar sobre el por qué se percibe esa sensación de ataque al mundo digital.
En España se ha condenado a César Strawberry por enaltecimiento del terrorismo o a Cassandra Vera por un delito de humillación a las víctimas. Ambos por una serie de tuits. Son los 2 ejemplos más mediáticos que abrieron este debate. Sin entrar en detalles jurídicos aburridos, resulta sorprendente presentar este asunto como un debate novedoso. La única novedad es el medio que se emplea para realizar el acto o actos que han sido susceptibles de delito.
La libertad de expresión, decíamos al inicio del artículo, siempre va a estar en juego. Porque como derecho fundamental siempre lo estamos ejerciendo. Siempre estamos opinando. Como ejercemos los demás derechos fundamentales. Y este derecho está íntimamente relacionado con otros. Principalmente el derecho al honor, intimidad y propia imagen. La frontera entre lo legal o ilegal, entre lo que se puede decir y lo que no, no sólo lo establece la legislación y la jurisprudencia del Tribunal Supremo y del Constitucional; esa delgada línea roja la establecen las revistas satíricas, los medios de comunicación digitales y de papel y la ciudadanía. La crítica a la política y a lo público en general, ya sea con el barniz balsámico del humor o no, son los indicadores inmediatos que mejor pueden decirnos si lo que estamos viviendo es un tiempo de mayor o menor libertad y pluralismo político. Por eso la irreverencia, «el derecho a ofender» también son necesarios. Es Voltaire y su famosa cita. Es tolerar hasta lo tolerable. A veces es un concepto muy difuso. En su falta de claridad estriba su valor.
Y cuando una sociedad perciba que la censura se abre paso y que la pluralidad política está en riesgo, debe actuar. Pero debe actuar no sólo con activismo digital, si no también en una manifestación, en un juzgado, en la ONG del barrio, o en las siguientes elecciones. Si uno tiene que pensarse mucho el comentario o el chiste por aquello de que no quiere acabar en la cárcel algo está fallando; pero también algo falla si una persona piensa que lo que escribe en internet no cuenta igual que lo que le dice a un tipo en la sala de espera de urgencias.
El «sólo era un foro de frikis donde nadie conoce a nadie» o «yo solo quería opinar» no sirve si tu opinión es un contenedor de odio, injurias o calumnias. Las corrientes de opinión fluctúan de tal manera que pasas de víctima a victimario, de oprimido a opresor en un segundo. Navegar entre los adalides de la nueva inquisición o los difusores del odio a lo pasquín de los protocolos de los sabios de Sión consigue provocar la falsa sensación de que nadie es transversal y que las personas se han convertido en comportamientos estancos que están armando su propia revolución, luchando por su propia causa, como si fueran en su carril privado de la autovía sin intermitencias y retrovisores. Ya saben como acaba el símil.
Afortunadamente todo estos problemas del primer mundo se me pasan al apagar el móvil, bajar a la calle y comprobar la cotidianidad. Incluso se puede opinar e intercambiar ideas sin miedo a ser silenciados o bloqueados.
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